Amigas y amigos, mi gente, hoy comienzo reiterando una cosa que siempre estoy diciendo: YO AMO LA VIDA. Yo no tendría el valor para privar de la vida a ningún ser humano, ni a ninguna otra criatura viviente, aun aquéllas que se consideran como “plagas”, organismos “indeseables”, etc. Es más, yo ni siquiera tendría razón alguna para privarme de la vida, especialmente en esos momentos en los que la proverbial luz al final del túnel no está visible. Pero del mismo modo, yo no le reconozco autoridad a nadie, absolutamente a nadie, para disponer de mi vida sólo para satisfacer sus intereses. Sea quien sea. Sean los intereses que sean. PUNTO. Nada más que añadir.
(Y aquí debo abstenerme de decir que si no se ve la luz al final del túnel es porque algún sinvergüenza se robó el cobre de la línea eléctrica. Pero… como que acabo de romper la coherencia de esta entrada, ¿no?)
Siendo eso así, no va conmigo el que una persona, por las razones que sean (¿ajuste de cuentas? ¿venganza? ¿sólo por placer?), se pare a la entrada de un local de entretenimiento nocturno a gritar, como si se creyese con autoridad para ello, que “de aquí no sale nadie con vida” y empiecen él y sus secuaces a disparar indiscriminadamente contra hombres y mujeres, con un saldo de ocho personas muertas, más un feto que recibió los plomazos en el vientre de su madre y no sobrevivió. Pero eso fue lo que ocurrió la noche del 17 de octubre de 2009, en el local de entretenimiento “La Tómbola” en Toa Baja. (Y si ustedes han estado siguiendo lo que escribo en estos casi 10 años, sabrán que mencioné de pasada esa tragedia cuando escribí esta entrada sobre la aparente codependencia entre la incidencia de crímenes violentos y las acciones—o inacciones—de las autoridades gubernamentales.)*
Pero tampoco va conmigo el que una autoridad, sea la que sea, por más razón que tenga para ello—sean de poder o de lo que sea—, busque “darle un escarmiento” a quienes matan indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños, sometiéndoles a probar el sabor amargo de la muerte. Máxime cuando la Carta de Derechos de la Magna Carta puertorriqueña lo dice claramente:
“Se reconoce como derecho fundamental del ser humano el derecho a la vida, a la libertad y al disfrute de la propiedad. No existirá la pena de muerte. Ninguna persona será privada de su libertad o propiedad sin el debido proceso de ley, ni se negará a persona alguna en Puerto Rico la igual protección de las leyes.…”
(Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico de 1952, Artículo II, Sección 7. Como siempre, los énfasis fueron hechos con toda intención.)
Noten que la cita no dice algo así como “derecho fundamental del ser humano de algunos seres humanos” o “del ser humano de los seres humanos decentes” o “de los miembros de un grupo X de nuestra sociedad” (donde “grupo X” puede significar… casi cualquier cosa). Dice que el derecho a la vida es un derecho del ser humano, sin excepción de raza, color, credo religioso (e incluso quienes no creen), estrato social, pertenencia a uno de los monstruos engendrados por la partidocracia. Más claro no canta un gallo. (OK, yo sé que dejé afuera intencionalmente que no se haga distinción de preferencia sexual en cuanto al derecho a la vida, ahora que el tema está en discusión en Puerto Rico, Estados Unidos y alrededor del mundo. Pero creo que eso ya será tema para otra entrada.)
Ese ha sido el dilema que se ha visto en Puerto Rico por las pasadas 2 décadas, entre la afirmación explícita del derecho de todo ser humano a la vida, aun los seres humanos más despreciables que existen sobre la faz de la tierra, y el deseo—so color de autoridad—de imponer un castigo que pretende negar y anular esa afirmación. Un dilema que surge cada cierto tiempo, cuando se determina que la posibilidad de aplicar la pena capital es viable, para entonces atenuarse cuando la afirmación del derecho a la vida prevalece, pero sólo hasta que venga una próxima oportunidad y el monstruo vuelva a levantar la cabeza.
Y esta vez, no fue la excepción (¡maldito sea el cliché!). Y la fiscalía estadounidense en Puerto Rico determinó, como suele hacer, que el sospechoso que habían capturado las autoridades—quien había sido encarcelado en el ámbito estatal por más de una docena de asesinatos adicionales, sólo para que lo dejaran irse a “la libre” en poco tiempo—debía ser juzgado bajo la normativa estadounidense que autoriza la pena de muerte (específicamente, el Título VI de la Ley Pública 103-122 de 13 de septiembre de 1994, conocida como la Ley de Control de Crímenes Violentos y Cumplimiento de la Ley de 1994; vea una explicación de esa ley en Wikipedia), de así determinarlo un jurado. Pero no en una simple determinación de “50% + 1” ni nada que “tendiera” o “se aproximara” a un 100%: debía ser una determinación unánime, del 100%, donde tod@s l@s deliberantes estuvieran de acuerdo en que la pena máxima debía aplicarse.
Determinación que no llegó a concretarse en este caso, sólo porque, según se dice, una miembro del jurado no quiso formar parte del coro. No quiso entonar la misma canción trágica que, también según se dice, el resto del coro quiso obligarla a cantar. ¿Y para qué obligarla a seguir la corriente? ¿Para saciar así su propia sed de venganza? ¿Porque tal vez una decisión unánime de aplicar la pena de muerte l@s hubiera hecho importantes, l@s hubiera validado ante la sociedad, l@s hubiera convertido en “héroes” ante los ojos de los demás?
Gústele a quien le guste, el derecho a la vida, aun la vida de la peor escoria producida por una sociedad enferma, una sociedad que arde en llamas mientras los que la rigen siguen enajenándose, fue lo que prevaleció. Y el juez federal que vio el caso no tuvo más remedio que sentenciar al acusado a pasar el resto de su vida natural encerrado.
Por supuesto, ello debería darle a algunas personas la posibilidad de especular si un asesino como ése, privado de su libertad para el resto de su vida, tendrá la oportunidad de mirar hacia sí mismo, entender las consecuencias que le acarrearon sus actos y buscar la manera de enmendarse. Digo, siempre existe esa oportunidad de enmienda y rehabilitación, y eso parece que ha sido bien aprovechada en algunos casos, como el que cité sobre Nathan Leopold en una entrada anterior y que nos lo recordó un par de días atrás una escritora que compartió con él durante los años que vivió en Puerto Rico, precisamente en un escrito sobre el mismo tema de la presente entrada. Pero también debería darnos la oportunidad de mirarnos a nosotr@s mism@s, de ver qué es lo que realmente queremos. De ver si nos dejamos dominar por lo que alguien más nos dice, bajo pretexto de autoridad, que debemos aceptar—aunque eso nos rebaje al nivel de las turbas de linchamiento que se habrían visto en otros tiempos y lugares—o si buscamos dar, no un escarmiento, sino una lección de que la vida es algo valioso, aun la de aquellos a quienes el impulso del momento nos dicta que no merecen compartir el mismo espacio vital que el resto del género humano.
Lamentablemente, ésta no creo que sea la última vez que Puerto Rico tendrá que enfrentar ese dilema. Ciertamente no será la última vez que las autoridades federales en Puerto Rico traten de jugar con la vida y la muerte para imponer algo que contradice la tradición de una cultura que apoya el derecho a la vida, aun el derecho que tiene quien tal vez no se lo merezca. Pero espero que tampoco será la última vez que el derecho a la vida sea el que tenga la última palabra.
¡Y vamos a dejarlo ahí! Cuídense mucho y pórtense bien.
* Lamentablemente, el enlace a la nota del periódico Primera Hora a la que me refería en esa entrada apunta hoy hacia una página de “error 404”, lo que me parece que significa que la fuente original ya no está disponible públicamente. De todos modos, aquí les dejo la referencia, para el récord histórico:
“Mortífera tómbola en Sabana Seca.” Primera Hora, San Juan, P.R., 19 de octubre de 2009.
LDB